Muchas personas aterrizan dos veces cuando empieza el verano. El primer aterrizaje lo realizan en su destino vacacional. El segundo es emocional: el cambio que supone paralizar nuestra apretada agenda durante unas semanas para descansar sin compromisos es más complejo de lo que parece a primera vista.
“Nos cuesta desconectar porque en nuestro día a día tenemos un ritmo frenético de vida. El trabajo, las relaciones personales, las redes sociales… El cerebro se acostumbra a esto y le cuesta parar repentinamente. Necesita un tiempo para adaptarse”, indica Marian Rojas, psiquiatra e impulsora de Ilussio, una compañía enfocada en la gestión de las emociones en el ámbito de la empresa. “Por otro lado, dejar la rutina y el trabajo cotidiano puede generar cierta sensación de vacío y desamparo y surge la pregunta inevitable: ¿Cómo voy a llenar mis días?”
Este estado de angustia puede derivar en lo que algunos expertos denominan enfermedad del ocio o estrés vacacional, que puede llevar a ciertas personas a ponerse enfermas a los pocos días de abandonar la oficina. “Cuando trabajamos sometidos a cierto estrés, tenemos elevada la hormona del cortisol. Si paramos nuestra actividad de forma radical, esa adrenalina se descompensa, se desequilibra, y esto afecta a nuestro sistema inmunológico”, señala Rojas.
La psiquiatra, autora del best seller Cómo hacer que te pasen cosas buenas, considera que los dispositivos electrónicos pueden jugar un papel importante en la persistencia de esta ansiedad y puede influir negativamente en nuestra capacidad para gestionarla. “Recurrimos a las pantallas ante el aburrimiento, el estrés o la falta de afecto”, resume. “Pero el aburrimiento no es malo: es la cuna de la creatividad y el asombro. Y si no somos capaces de lidiar con el estrés y la ansiedad, generamos una nula tolerancia a la frustración. Las redes sociales no son la solución: no es bueno vivir el verano a través de los filtros de otras personas”.
La principal diferencia que detectaron los investigadores era el tiempo que ganaban los usuarios que abandonaban Facebook durante un mes: una hora de media al día que pasaban con sus amigos y familia y empleaban en actividades más saludables que pudieron repercutir en su estado de ánimo. Resulta curioso que, por norma general, los usuarios que se desconectaron de Facebook no prestaron más atención a otras redes sociales; de hecho, dedicaron menos tiempo a navegar por internet.
Y es que los problemas de ansiedad que generan las pantallas no son algo exclusivo de las redes sociales. Nuestro estrés se puede multiplicar aunque no estemos consultando nuestro dispositivo: basta con que se encuentre encima de la mesa. De acuerdo a un estudio de la Universidad de Chicago, el teléfono tiene la capacidad de distraernos incluso cuando está apagado. Esto reduce nuestra atención respecto a las cosas que suceden a nuestro alrededor y hace que nos cueste disfrutar de nuestros momentos ociosos.
No obstante, el rechazo radical de la tecnología tampoco parece la opción indicada para disfrutar de las vacaciones. Prescindir del GPS del móvil para llegar a una cala en la playa, por ejemplo, puede hacer que nos perdamos varias veces y nos podamos sentir más frustrados. El estudio Out of sight, out of mind?, publicado en la revista Human Relations, concluye que es conveniente adaptarse a los cambios en lugar de luchar contra lo que está pasando. En vez de pretender una desconexión absoluta, que podría llegar a generar incluso más ansiedad en algunas personas, es recomendable encontrar el equilibrio y saber cuándo es necesario sacar el móvil y cuándo estaremos mejor si lo guardamos en la maleta.
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