Ante la puerta de cualquier sucursal bancaria, o en su interior, es habitual ver largas colas de gente mayor con la preceptiva distancia social a causa de la pandemia. Dentro de las sucursales bancarias, si quieres pagar ciertos recibos, tienes que ir a horas convenidas, precisas y exactas. Si eres un pequeño comerciante y deseas cambio, mejor ni entres. Si eres un pequeño empresario, o autónomo, y quieres pedir un crédito, mejor juega a la lotería o las quinielas. Ahora los octogenarios se pelean con cajeros automáticos, a los que no pueden consultar nada. Máquinas que actúan con frialdad y distancia.
A la sucursal, ahora le llaman «store», han montado una decoración que se parece más a un snack bar de los 70 que a un banco. Acostumbra a atender a la parroquia, un único joven que atiende la cola con cara de estar totalmente desbordado, y por si acaso ya lleva la corbata y la camisa un punto desabrochada, para poder digerir mejor, el sofoco diario. Esta claro que cobra un bajísimo sueldo, que no se parece en nada al que cobraban sus antecesores, en el mismo puesto pero con diferente decoración.
Cómo los cambian cada dos por tres, ya no conocen a ningún cliente, (es una estrategia de la central, para que nadie les coja confianza y les pida un favor), no vaya a ser que les pida un crédito, y se lo concedan.
El trato de cajas y bancos a sus clientes ha entrado en una deriva incomprensible, de desprecio, soberbia, e «inhumanismo». No tienen vergüenza, si es que alguna vez la han tenido. Vivimos una deriva peligrosa, de consecuencias impredecibles.